The translator, that pain in the ass… (El traductor, ese grano en el culo)


Bloom y AmeNo soy reivindicativa. No me gusta, me cansa, no va conmigo. Pero hay cosas que claman al cielo. Y tengo la suerte (o la desgracia, según se mire) de pertenecer a un gremio en el que la reivindicación es el pan nuestro de cada día. Suerte o no, la profesión que ejerzo la ejerzo porque yo lo he elegido (y eso me llena de satisfacción, y me mantiene alejada de las lamentaciones) y procuro, con cada trabajo, dejar el listón tan alto como para seguir recibiendo encargos y hacer más placentera la lectura a un lector que no puede, por imposibilidad material –tengo en mente a Edith Grossman– leer en todas las lenguas que se hablan en el planeta (y eso me llena el 90% de mi tiempo). También porque, aunque todavía seamos, en muchos casos un mal necesario, para muchos editores contar con un buen traductor es una inversión y una garantía de calidad, y el editor que encuentra a un traductor que trabaja bien –empresario que adquiere un activo– procura no perderlo.

Cuando parece que está superado el absurdo dicho del traduttore, tradittore, y todo lo que encierra, cuando muchas editoriales españolas llevan años poniendo el nombre del traductor en la cubierta de sus libros o están empezando a hacerlo, siguen siendo noticia artículos como los que hemos leído recientemente escritos por Muñoz Molina o Juan Cruz, y nosotros, esos molestos granos, seguimos escuchando ese comentario condescendiente del ciudadano de a pie: “¡Es verdad! Es que vuestro trabajo es muy importante”.

Hombre: no sé si importante, sobre todo el del traductor literario. La gente necesita entender las instrucciones de la lavadora, pero puede pasar perfectamente sin leer a Proust o a Henry James, a J. K. Rowling o a Dan Brown. No los lees y no mueres ni enfermas, no es como si dejas de comer o de medicarte. O de respirar. Pero si por ventura decides ampliar tus horizontes y leerlos, o bien aprendes estupendamente su lengua materna y los lees en versión original, o bien te encomiendas a la labor –profesional– de los molestos granos-trujamanes. No te queda otra. Y no, el traductor de Google no vale. Te puede decir si el hombre salió o entró, si era alto o bajo. Pero entonces no estamos traduciendo a grandes literatos: estamos utilizando una herramienta básica de comunicación, cuyo abuso nos conducirá a no diferenciar entre Henry James y Ken Follet o las instrucciones de la lavadora. ¿Que vamos hacia un mundo más plano donde nos va a dar lo mismo esta diferencia? Vale, entonces puede usted dejar de leer este artículo ya. Si por el contrario no está usted dispuesto a dedicar toda la vida a estudiar a fondo una lengua y una cultura que no le son propias, pero quiere leer en la suya a cualquiera de los clásicos (y no hablo ya de los ingleses o los franceses, más difíciles de leer cuanto más retrocedemos en el tiempo: ¿y los autores de lenguas eslavas? ¿y los rusos, los japoneses, los checos, los búlgaros, los griegos y los latinos?) tendrá que confiarse a un traductor, de la misma manera que si tiene una contractura se confiará a un fisioterapeuta o si necesita un corte de pelo se encomendará a un barbero de probada maestría. Sí: somos necesarios, y hasta el más proclive de ustedes a utilizar el traductor de Google sabrá discernir entre una traducción con aristas y un texto fluido y elegante, de la misma manera que prefiere entrar al aseo de un bar cuando está limpio o que compra el pescado en una tienda donde lo venden fresco. Porque lo bien hecho, bien parece.

Me he enfadado, sí. Me he enfadado que es algo que, como reivindicar, tampoco hago a menudo. Y de la misma manera que no soy reivindicativa, tengo un ego tan pequeño como yo, lo saben todos los que me tratan. Pero hay cosas, ya lo dije antes, que claman al cielo. Y probablemente no me crean si digo que mi ofuscación (que viene de leer algún artículo sobre Novelistas, de Henry James –recientemente publicado por Páginas de Espuma– donde se habla de las frases y del estilo de nuestro buen amigo como si escribiera en Román Paladino) no viene de que no se me cite a mí, que soy quien lo tradujo. Viene de que no se cite al traductor. Porque los artículos de los que hablo son buenos, excelentes. Y demuestran un sincero interés por esta obra en concreto de James: se trata, por tanto, de la opinión de un connoisseur, y encierran un entusiasmo que siento como si verdaderamente fuera yo el autor. No es cuestión de egos, ni de halagos vacíos: un crítico está hablando bien de un libro “mío”, así, entre comillas. Pero no se puede decir que James dijo esto y aquello (hablando de una edición en concreto, quiero decir, no citando al azar, donde el asunto no tendría la menor importancia) y no mencionar al autor de la versión. Sólo por costumbre, por esa mala costumbre. La sempiterna costumbre de no poner al traductor donde tiene que estar. Porque los párrafos citados no los dijo James así, sino su traductor. Como Hernán Cortés y la Malinche, ¿o es que ya nadie se acuerda de esa historia? Las crónicas siempre decían: “…y dijo Hernán Cortés, con la lengua de doña Marina…”. Bien, pues aquí se nos olvida. O no nos importa, o nos da igual. Y eso es lo que me ha enfadado, lo que reivindico, lo que me duele, más cuanto más claro tengo que, en la mayoría de las ocasiones, no se hace por falta de oficio ni por descuido. Se hace por inercia. ¿Les daría igual ir a un concierto donde la Sonata núm. 30 para piano de Beethoven la interpretara Glenn Gould o el chico de enfrente, que estudia 3º en el conservatorio? No. Para eso, igual se pueden poner un disco. Otra: ¿se imaginan a Darth Vader diciendo “Yo soy tu padre” con otra voz que no sea la de Constantino Romero? Pues aquí es lo mismo. No somos invisibles, ni queremos serlo: porque no mantenemos con nuestro autor una relación clandestina, sino legítima, y muchos de nuestros nombres y apellidos se vinculan ya a autores clásicos cuya existencia en castellano es inconcebible sin ese eslabón que tantas veces se considera molesto y prescindible, dos grandes insultos para profesionales que en muchos casos pasan horas enteras buscando información para entregar al lector un texto legible, elegante, y donde su invisibilidad no emana de su inexistencia, ni siquiera de su discreción, sino de su respeto por el autor, al que han puesto en el idioma del lector con sumo cuidado y grandes dosis de experiencia y conocimiento.

Terminé de traducir a James a finales de julio, con 40º, cumpliendo el plazo acordado y después de casi seis meses de trabajo. No sólo no fue fácil: ha sido el trabajo más exigente, más duro y más delicado al que me he enfrentado en veintiséis años de profesión. El resultado, creo yo, ha sido bueno, porque no sólo se ha cuidado la traducción: también hay otras personas detrás del resto de tareas que entraña la elaboración de un libro. La corrección, la edición, la elección de portada. Cuqui, Juan y Paul han dado la importancia precisa a cada uno de estos pasos. Cuando fui a Páginas de Espuma a ultimar algunas correcciones Encarni me enseñó la portada, mi nombre en ella. Me preguntó si me gustaba así. Si yo tuviera ego, esto lo hubiera disparado. Pero lo que sentí fue otra cosa: sentí cariño, y sentí mi esfuerzo y mi trabajo valorados y recompensados. Recuerdo un párrafo que estuvo marcado en rosa casi hasta el día previo a la entrega. James tiene la agradable costumbre de utilizar siempre la última acepción de cada término: si tiene cinco, la quinta; si tiene nueve, la novena. Este párrafo estaba desmenuzado, desmontado, marcado, subrayado, y todos los –ados. Había buscado en el diccionario todas y cada una de las palabras que podían llevar a error. Salvo una, la que parecía obvia: moment. No lo adivinarían ni en mil años. “Moment”, en inglés, puede significar “importancia”. Supere eso, señor Google. Sí: ahora me lo tomo a risa. Hasta que leo una reseña de un libro que haya traducido quien sea y no se hace ni una mención ni a la traducción, ni al traductor.  No es de recibo.

 

 

Acerca de Amelia Pérez de Villar

Traductora por el Institute of Linguists of London, he publicado las traducciones La nave de Ishtar, de Abraham Merritt (Valdemar 1991), Sound Bites, de Alex Kapranos (451 Editores, 2007), La estrategia del colibrí, de Francesco Morace (Ed. Experimenta, 2008) Ensayistas y Profetas, de Harold Bloom (2010) Escribir ficción (2011) y Criticar ficción (2012) de Edith Wharton, y Novelistas de Henry James en 2012 (Páginas de Espuma). Debuto en septiembre de 2011 como autora de la edición (traducción, prólogo y notas) de las Crónicas literarias y Autorretrato de Gabriele d'Annunzio (Fórcola Ediciones). Como autora, he publicado relatos en diferentes antologías y revistas, algunos de ellos finalistas de concursos, como "Manuela" (Los nuestros son todos, Fundación Civilia, 2005), "Escena con fumador en blanco y negro" (Canal Literatura, 2007, ganador del Tercer Premio) o "Si yo tuviera el corazón", publicado en el último número de la revista Renacimiento. En febrero de 2012 he publicado el ensayo biográfico Dickens enamorado (Fórcola). En mayo de 2016 apareció mi primera novela, El pulso de la desmesura y ahora, mayor de 2018, se publica la segunda, Mi vida sin microondas, ambas en Fórcola Ficciones. He sido también redactora en prensa escrita y colaboradora en la publicación digital Notodo.com. Más información en mi página web: www.ameliaperezdevillar.com
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5 respuestas a The translator, that pain in the ass… (El traductor, ese grano en el culo)

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  2. María José de Acuña dijo:

    Así se habla, querida Amelia.
    Magnífico post.
    Abrazos.

    Mj

  3. Juan dijo:

    Sí, muy bien dicho, Amelia.
    He estado viendo tu blog. Veo que ambos hemos estudiado Filología Inglesa y tenemos el título del Institute. Yo he traducido recientemente a Jamaica Kincaid, para la editorial Txalaparta. Te recomiendo sus libros.
    Saludos

    • Hola, Juan. Bienvenido, gracias por tus visitas y por tus comentarios. No tenía noticias de Kincaid, pero nunca hago oídos sordos a una recomendación con fundamento, así que bucearé un poco en cuanto tenga un momento (esto ya es un poco más complicado, pero bueno…) ¡Nos leemos!

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