Traduciendo del italiano hace unos días me encontré con una palabra desconocida que tampoco encontré en el primer diccionario en que busqué: mazzesorda. Por el contexto, se refería a algo del campo, probablemente un tipo de planta sin flor, pero con eso no se conformaría mi editor. Así que googleando, googleando, llegué a massagat, y luego a masa gat. Y de ahí, a la imagen. Es ésta:
Claro está que todos los de mi generación han visto eso en el salón de su casa, colocado en un jarrón de barro, metal o cristal, según la moda del momento. Pero seguía sin ayudarme mucho. Tampoco alegraría al editor que sustituyera la imagen por la palabra, como esos libros de pictogramas con los que aprenden a leer los niños. Cuando esto ocurre, todos los traductores lo saben, hay que ir a la madre: a la madre de todas las lenguas. Encontré entonces Typha latifolia. Ese es su nombre en latín. Y de ahí al castellano, sólo un paso. Las cañitas de marras tienen en nuestra lengua una infinidad de nombres, muchos más de los que cabe esperar incluso de un idioma tan rico como el nuestro. Todos estos:
aceña, anea, aneas, bayón, bayunco, boa, boga, bohordo, bohordos altos, bordo, carriza, carrizo, cohete, cuca, enea, eneas, espadaña, espadaña ancha, espadaña de agua, espadaña de laguna, espadaña de mazorca, fuso, inea, junco, junco de la pasión, maza de agua, nea, paja real, pelusas, peluso, pelusos, plumino, puro, suca, totora, varilla de corte, velote
Ni que decir tiene que me costó decidirme. Aceña me devolvía al tiempo remoto del río de los domingos de mi primera niñez, y me venía al pelo. Pero… ¿sería así para todo el mundo, para cualquier lector? Dudé un poco. Anea, Enea… eso de lo que están hechas las sillas de pueblo. Habría podido valer, también. Pero yo quería una palabra que “tuviera dentro más cosas”. Ríos, campos, verano, hojas, holganza, sol, pueblos mediterráneos o castellanos. Todo ello, ma non troppo. Junco era poco concreto. Paja real se me desviaba del camino. Puro me recordaba otra cosa. Varilla de corte… ¡no! Me gustaban mucho bayunco, carriza y carrizo y espadaña. ¿Os animáis a adivinar con cuál me he quedado, casi, al fin?
Los nombres de Linneo son un universo por derecho propio. Nada queda tan culto, tan fino y tan elegante como citar en un texto el nombre de un animal o de una planta y, al lado, su denominación latina. Sólo esa belleza debería bastar para hacer de esta magnífica obra un uso abusivo. Pero no lo hacemos. Me apena enormemente que los chicos de ahora no tengan esa llave que los permite adentrarse en él, cada vez menos. Y aun cuando sólo unos cuantos locos lo miramos todavía por el simple placer de encontrar esos nombres exóticos, precisos, tan perfectamente exactos y descriptivos como el término ideal con el que tanto nos cuesta dar al escribir o al traducir, los nombres de Linneo son tremendamente útiles para saber de qué estamos hablando. Para llamar al pan, pan y al vino, vino. Con todos sus matices. O sin ninguno en absoluto.
El viaje etimológico es uno de los más apasionantes para los que ya somos apasionados de la lengua y este me recuerda a esos otros cientos de viajes que yo he hecho cuando he estado conformando un texto literario. El hecho de que esa manera de viajar sea un gusto compartido, me agrada mucho.
Respecto a la planta que citas, también yo me he visto recientemente en la tesitura de elegir uno, y me atrevo a vaticinar que elegiste el mismo: espadaña.
Manuel… ¡elegí espadaña!